En el equipo de fútbol de una ciudad más acostumbrada a los fracasos que a los éxitos, había un jugador que, tras una lesión y un largo peregrinar por médicos y fisios, requería una operación que le mantendría varios meses alejado del verde. De nada habían servido las largas sesiones de recuperación, esas interminables jornadas en las que se machacaba en la soledad de un estadio. Cinco semanas tiradas a la basura para acabar entrando al quirófano. Su Club le ofreció la posibilidad de que se marchara a su tierra, esa que tanto le tiraba y donde tenía a los suyos. Esa de donde salió con el dolor de un no/ascenso en el último minuto del último partido. Esa que, ahora, disfruta de partidos contra equipos grandes.
El jugador, lejos de aceptar el ofrecimiento, lo rechazó de plano, pensando en que no podía perder un minuto, incluso antes de la operación, para ganar días, o quizás semanas, y poder ayudar a su equipo, y a su afición, a conseguir sus objetivos.
Reunió a sus compañeros en el estadio y les arengó para que dieran todo lo que tenían dentro y más para llegar a la meta. Emoción y alguna lágrima en un vestuario que, más allá de veinte jugadores, cobijaba a veinte amigos, a una familia en pos de un logro tanto tiempo soñado.
El futbolista tenía claro que el escaqueo o la relajación no iban con él. Se sentía incluso incómodo por no poder ayudar al resto de sus compañeros, y de alguna manera, por haberles fallado. Estaba hecho de una pasta especial, esa que nunca podrán entender los mercenarios y los robafichas que tanto abundan en el fútbol.
Yo, que llevo muchos años viendo como temporada a temporada aterrizan mediocres (de actitud, no de aptitud), me siento privilegiado de que ese futbolista juegue en el equipo por el que sufro (mucho) y me alegro (menos). Y creo que es de ley que hoy lo escriba aquí, como homenaje a quién también sufre de la misma enfermedad: ser más blanquiverde que el escudo.
Y, sobre todo, me siento orgulloso de algo aún más importante: el futbolista es una persona que merece mucho la pena, y es el espejo en el que deberían de mirarse todos los que vienen a pasar el rato y poner la mano a final de mes.
Ese futbolista se llama Deivid y, por encima de todo lo que he escrito, es mi amigo.
Soy un privilegiado.
Francisco López-Cordón Verde
@mushocordoba