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“Papá, si ganamos no hay
problemas”, decía, mirando la entrada de Gol Sur que su padre le había regalado
por el notable en Ciencias Naturales.
- “Y si no, fíjate en el Marcador
Simultáneo Dardo, y vigila sobre todo el Reloj Radiant, que es el
Madrid-Oviedo”, le respondía su padre, simpatizante del Atlético de Bilbao, y
que seguía sin entender lo fuerte que le había dado al niño con el Córdoba.
Antonio iba a
cumplir los quince. La adolescencia comenzaba a regalarle una incipiente
pelusilla bajo la nariz, y presumía de ello. Aunque le empezaba a cambiar la
voz, no dejaba de ser un mozalbete alto y desgarbado, que intentaba sacar el
pescuezo y sobrevivir más mal que bien en aquella Córdoba de mitad de los
sesenta.
Aquél 26 de
abril de 1964 fue especialmente caluroso. Con casi 30 grados, Antonio hizo un
esfuerzo por llegar al Estadio a pie, desde los pisos de Cañete, donde vivía, en
la Avenida de Medina Azahara, pero, en las Tendillas, junto a la ventanilla de
la Teatral, dudó entre seguir o esperar el autobús. Llevaba el dinero justo
para comprarse una gaseosa y unos altramuces, pero el dolor y la inflamación le
convencieron. Además, la aparición del autobús deshizo cualquier titubeo. Radio
Arjosan, rezaba la publicidad. Subió. Aunque observó bastantes asientos libres,
prefirió quedarse de pie, junto al cobrador, mirando la primavera por la
ventanilla.
Claudio
Marcelo, Diario de Córdoba, Calle de la Feria… Tras la parada de la Cruz del
Rastro, al continuar la marcha hacia la Ribera, el autobús no gira, ¡No
giraaaa!…. Del murmullo al grito, y del grito… a la nada. El impacto con el
agua y la espiral de golpes y burbujas le deja atado a la vida por un hilo fino
a punto de romperse. Se ahoga. Se acuerda de mamá, de papá, de mamá, de papá…,
de mamá…, de pa…
No
sintió la muerte. La muerte en sí no se siente, no se sufre. Simplemente llega,
para quedarse. Su espíritu emergió del corazón del autobús, y, desde el fondo
del río, levitó bastantes metros, hasta alcanzar una panorámica dominante. Sin
mover la cabeza, pudo mirar a su alrededor, con esos ojos de camaleón con que
obsequian a las nuevas almas para que no se pierdan detalle. Allá abajo, reinaba
el desconcierto, el llanto, las sirenas, el ir y venir histérico de unos y
otros. Mientras, allá arriba, vio como, poco a poco, iban subiendo y
reuniéndose con él uno a uno: Wenceslao, Fernando, Mariano, Ana, Luis, José,
Isabel, Alfonso, Manuel y Pedro. Curioso, con Antonio, once. Un buen equipo de
cordobesistas con quien compartir la eternidad.
Observó,
allá a la izquierda, tras el giro del Guadalquivir, el Estadio del Arcángel,
donde tantas tardes desde pequeño había sufrido por su Córdoba, y donde, con
ese añadido sadomasoquista que tiene el fútbol, tanto había disfrutado. Sin
apenas esfuerzo, sólo deseándolo, se acercó. Los jugadores de los dos equipos
ya estaban sobre el césped: Benegas, Simonet, Riaji, Lapetra… No los sólo los
distinguía, sino que los podía casi tocar, levitaba entre ellos, pero no por
estar a pie de césped perdía visibilidad sobre todas y cada una de las zonas
del campo. Y entonces, alguien le llamó:
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“Antonio, siéntate con nosotros”.
Sobre el
círculo central, en una especie de amplios palcos, un nutrido grupo de personas
se disponían a presenciar el partido. Y, entre ellas, Antonio vio como su
abuelo Paco le hacía señas. El tabaco le había matado años atrás, pero allí
estaba, con su Bisonte humeante entre los labios y su barba desaliñada. Se
abrazaron fundiéndose en uno solo, y Antonio comprendió entonces que nada malo
le sucedería jamás.
El partido
comenzó y fueron cayendo un gol tras otro: Miralles, Vázquez, Juanín… En el
campo se sabía ya lo ocurrido y los jugadores señalaban al cielo al marcar. Y
sus dedos índices iban tocando uno a uno a Antonio, a su abuelo, y a esos miles
de miembros de la Peña Celestial Blanquiverde que disfrutaban y aplaudían desde
las mejores butacas del Estadio.
Y, desde ese
día, hasta hoy, y hasta siempre, Antonio, su abuelo, y todos los cordobesistas
del cielo se reúnen en El Arcángel los días de partido, compartiendo palco con
muchos otros que, alguna vez y para siempre, formaron y formarán parte de la historia
de nuestro Córdoba: Ángel Moreno, Ricardo Costa, Roque Olsen, Juancho Benegas,
José Ramón García, Rafael Martínez, Juanín, Simonet, Enrique Orizaola, Ignacio
Cid, y tantos y tantos otros.
Si usted se
fija bien, cuando el Córdoba marca un gol, notará que, junto a los jugadores,
surgen y se apagan al instante unas pequeñas luces verdes que podemos achacar
al sol, a los focos, a los flashes de las cámaras o a un espejismo sin sentido.
Nada de eso. Son las almas de los cordobesistas que, en el cielo, expresan su
alegría.
Paco López-Cordón V.
@mushocordoba
maravilloso el articulo,me ha puesto los bellos de punta,en el autobus iba el padre de mi tio,Alfonso Perez,que en paz descanse.
ResponderEliminar50 años después, seguimos recordando aquel fatídico día. El cordobesismo es justo con quiénes dieron su vida por él. Gracias y un saludo.
ResponderEliminarPrecioso el articulo
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